El Señor de los Juguetes vivía el día a día sin
preocuparse por las dificultades que aquejaban a la gente corriente. Había
aprendido a soportar el hambre y encontrado acomodo en la dureza de la calle. Cada
día iniciaba su ritual, su higiene convertida en ablución: desfilaba
semidesnudo entre las risas y burlas de los turistas y los niños hasta una
fuente al otro lado del pueblo. ¿Por qué hacía esto? Porque así estiraba
las piernas y hacía un ejercicio necesario. Una vez frente a ella, se desnudaba
del todo, doblando cuidadosamente la ropa y dejándola sobre una escalera. Los
vecinos lo espiaban a través de sus persianas, pero no lo molestaban. En ellos
anidaba una mezcla de sentimientos contradictorios: desprecio hacia el
indigente por su condición y admiración por su fortaleza. ¿Cuántos de ellos,
con todas sus necesidades cubiertas, afrontaban la vida con ejemplar
determinación? Y el hombre, indiferente a las miradas, se lavaba primero las
manos, los brazos, luego hundía los pies en el agua, sentábase en la repisa,
frotaba con brío una esponja entre los dedos, con un palillo se quitaba la
mugre de las uñas, y finalmente procedía a limpiar el resto de su cuerpo. Hecho
esto, desandaba el camino y volvía sobre sus pasos al sombrío rincón donde
había establecido su morada.
En un apartado lugar, en la parte alta de una antigua
muralla, rodeado de molinos y edificios deshabitados, vivía aquel que ya no
recordaba su nombre. Dos carros eran sus únicas posesiones: en uno guardaba abrigo
y comida, en el otro acopiaba maderas y herramientas. Pues sin haber sido nada
en su anterior vida era ahora juguetero. Cómo había llegado aquel hombre a
volcar su vida en ello no se dirá aquí; baste decir que la dedicación y la
concentración que debía poner en su trabajo le producían la más grande de las
satisfacciones. Hacía juguetes de cuerda, y maravillosamente bien. Decían que
era un genio, que podría vivir de ello holgadamente, que podría empezar con
humildad y encumbrarse con el tiempo. Era verdad, pero el Señor de los Juguetes
rechazaba esa perspectiva.
Sus creaciones eran muy variadas: vehículos con ruedas,
animales y hombres que caminaban… Una vez, incluso, hizo un alegre pajarillo
que trinó y se perdió con el viento ante la atónita mirada de los curiosos. Sin
embargo, la figura que más le gustaba no andaba ni rodaba ni volaba; era un kodama, tal como lo representaran en una
película que había visto en otra época: un hombrecillo blanco, deforme, con
grandes ojos y boca negros y una cabezota que temblaba con un castañeteo
extraño. El pueblo se había llenado de estos kodamas y bastaba con que corriera un poco de aire para que las
calles se inundaran de aquel sonido que suscitaba un idilio mágico. Ocultos en
macetas, en árboles y en arbustos, deberían ser difíciles de ver pero era
imposible no hacerlo. Lo habían invadido todo. Por ellos el pueblo se había
ganado el sobrenombre de «la villa de los kodamas».
Los juguetes eran su medio de sustento, aunque no
aceptaba dinero. Los trocaba por alimentos, ropa, productos de higiene, libros
o materiales y herramientas para su oficio. En el intercambio normalmente salía
perdiendo, pues no pedía mucho. Lo compensaba con la seguridad de saber que le custodiaban
sus pocas pertenencias, no debiendo encadenarse a aquellos dos carros por temor
a los desconsiderados y los turistas. Los vecinos le tenían gran respeto y
desde las ventanas altas hacían vigilia sobre ellos.
No muy lejos de la «morada» del Señor de los Juguetes vivía
una joven con su padre enfermo. Las circunstancias de la vida la habían
desplazado de los placeres de la juventud. No tenía amigos ni trabajo, no tenía
más que un padre encamado. Caminaba entre dos mundos: el de la amargura que
cabría esperar en su situación y el de una liberación que sabía cambiaría
totalmente su vida, por desgracia —pues amaba a su padre—, muy pronto. Así que
guerreaba con ella misma para fortalecerse y prepararse para tal advenimiento. Una
tarea agotadora, alternándose tales sentimientos contrapuestos sin control. Y el tiempo pasaba, y la
soledad y las ganas de amar la consumían. El optimismo estaba perdiendo la
batalla.
Y de pronto, un día, cuando la pesadumbre estaba llevándola
a un punto de inflexión tras el cual ya no habría salvación, la mirada de la
joven se posó sobre el juguetero. Vio en él una majestad desconocida, un
romanticismo en su modo de vida que admiraba hasta el punto de tenerlo siempre
en sus pensamientos, sumiéndola en la obsesión. Y al pensar en él se
tranquilizaba, sin saber por qué, y entraba en paz, y no lloraba ni mudaba su
expresión en el rictus triste que había deformado su rostro.
En una luminosa tarde, cuando los vecinos hacían la
siesta y el ambiente tenía una nota cargada de tranquilidad propia del campo,
sin ruidos molestos y niños gritando, la joven, con lágrimas en los ojos, el
rostro hundido por debajo de ellos, el pelo alborotado, se plantó frente al
Señor de los Juguetes, quien tenía puesta su atención en un libro. Aguardó
pacientemente, con la cabeza gacha; el juguetero le producía gran respeto y eso
la cohibía. No la hizo esperar mucho, cerró el libro manteniendo un dedo dentro
para no perder la lectura y levantó la cabeza.
—Buenas tardes. —Su voz era mansa, agradable,
despreocupada, algo risueña; una extensión de su propio rostro. La joven
correspondió el saludo—. Eres la hija del viejo tapicero, ¿verdad?
—¿Conoce usted a mi padre?
—Tutéame.
—P-perdone…, perdona —rectificó apresuradamente la
joven, no queriendo contrariarlo.
—Llevo toda una vida aquí, conozco a la gente. Tú eres
una excepción, eres como un canario en una jaula, sólo que parece que no cantes
mucho.
Un canario en una jaula… Un halago triste. La joven
bajó la mirada, se cogió las manos, en su fuero interno se echaba toda la
culpa. Era esa la razón por la que había decidido presentarse al juguetero,
aprovechando que su padre dormía con placidez.
—¿Y bien? ¿A qué debo el honor? —El Señor de los
Juguetes la arrancó de su ensimismamiento.
Hubo un silencio, tenso para la joven. ¿Cómo explicarle
sin padecer vergüenza? Pero, de pronto, sintió los ojos del juguetero posados
en los suyos, con una fuerza tan grande que le infundió un valor desconocido, y
preguntó con sorprendente soltura:
—¿Cómo lo hace usted…, tú? ¿Cuál es tu secreto? ¿Qué
haces para ser tan feliz, cuando otros que tienen más que tú no lo son?
El Señor de los Juguetes enarcó las cejas, frunció el
ceño, rió con ímpetu, haciendo enrojecer a la joven. Después la miró con
entrañable expresión, conmovido.
—¿Hacia dónde miran tus sueños?
—¿Cómo?
—Hacia dónde miran.
La joven, dubitativa, miró al voltante, sospechando a
qué se refería el hombre. Entonces vio el mar y con una temblorosa mano lo
señaló.
—¿El mar? ¿Qué sientes?
La joven pensó.
—Imagino el mar como un lugar sin cadenas, donde
«volar», por decirlo de alguna manera, flotar, sentirse limpio y vivo,
despierto, sin muros que lo atrapen a uno. Ver qué hay más allá, qué lugares
ofrece este planeta, qué naturalezas encontrar. Quisiera viajar por el mundo,
conocer gente de todas partes; estoy harta de esta isla, y no es que no sea
bonita, que lo es…
—Un sueño precioso —juzgó el juguetero—. Ven a verme
dentro de una semana, ¿de acuerdo?
La joven asintió, pese a no entender; le dio las buenas
tardes y regresó con su padre.
Desconcertado por tan extraña visita, por aquel
encuentro fugaz, el Señor de los Juguetes aparcó todos sus quehaceres y dedicó
la tarde a pensar en la faena que le esperaba.
¿Qué le tendría deparado el juguetero?, pensaba la
joven. ¿Por qué le hablaba de sueños? ¿Perseguir los sueños?, ¿su sueño era
vivir como un mendigo? No, desde luego. ¿Qué clase de misterio escondían sus
palabras? ¿Y por qué la hacía esperar para darle una respuesta? Exigírsela al
momento habría sido una falta de respeto y además no creía poder envalentonarse
tanto como para hacerlo.
La víspera del día esperado su padre tuvo que ser
ingresado con urgencia. Empeoró. La joven intuía que no saldría de ésta, que
había llegado el temido y a la vez esperado momento en que la vida cambiaría.
Una gran pena la embargó: pensó en cuán sola se hallaría después, cuántas
dificultades habría de arrastrar, cuán culpable era, cuánto lo iba a echar en
falta. Una gran alegría la contagió: pensó en las horas que iba a pasar en la
calle, en cuántas amistades iba a hacer, en la fuerza con que disfrutaría de un
platónico amor, en el trabajo ideal que poseería. Y el conflicto emocional la redujo
a un cuerpo agotado al que apenas quedaba un hálito de vida, por lo que a la
llegada del día señalado fue ingresada ella también y no acudió a la cita, cosa
que la hundió todavía más, como si fuera algo irrecuperable, como si el Señor
de los Juguetes fuera a desaparecer y no lo volviera a ver.
Mientras tanto, en el rincón de siempre, el juguetero
dedicó varios días a tallar una figura risueña, casi burlona, sarcástica la
expresión, una bestia felina con facciones como de hiena. La había esculpido con
sublime dedicación, pues era un trabajo especial. Tan especial que no tendría
dueño. En un día la tuvo pintada; en otro, dispuesto el mecanismo, las cuerdas,
los engranajes, los agujeros; al siguiente lo probó con satisfacción y el día
de la cita aguardó en vano. ¿Le habría sucedido algo a la chica o a su padre?
¿O quizás se había dejado guiar por un impulso y posteriormente había perdido
el interés? Dudaba de esto último, lo que escondía la mirada de aquella joven
le era remotamente familiar. Y por ello, su ausencia lo llenó de preocupación,
sentimiento que había olvidado. Pero dispuso que cada cual sufría su lid
personal y que no debía entrometerse.
Y así fue que en un atardecer de septiembre, estando el
cielo ensangrentado, reconoció el Señor de los Juguetes las lindas piernas de
la joven, no teniendo necesidad de verificar más.
—Siento llegar tarde —dijo la muchacha.
—Más de una semana, pero no importa. —Y conocedor de la
respuesta—: ¿Cómo está tu padre?
—Muerto. —El tono con que lo dijo evocaba un cadáver,
pareciera ella uno también.
—Lamento escucharlo —y al decir esto, el juguetero
levantó la mirada y vio en el rostro de la joven todo el sufrimiento del mundo
concentrado. Y lejos de sentir pena se alegró.
—Yo…
—¿Sabes ya por qué te pedí que me dijeras a dónde miran
tus sueños? —El juguetero la sacó de su apuro.
La joven negó con la cabeza.
—¿Me puedes señalar otra vez el lugar? —pidió el Señor
de los Juguetes. Ella obedeció, apuntando con un dedo al mar, donde un camino
resplandecía hacia el sol. Entonces el juguetero extrajo una bolsa de uno de
los carros y de ella la figura que había creado.
—Lo he hecho para ti.
—¿Para mí? Es… No tengo palabras.
La cogió y examinó, emocionada, apreciando el trabajo
desinteresado del juguetero como la mayor atención que le habían depositado
nunca. Pero, ¿y la respuesta a sus interrogantes?
—Confía tus sueños en esta figura, vuelca tu alma en
ella —ordenó el Señor de los Juguetes.
Hecho esto, el juguetero se la requirió de vuelta, le
dio cuerda con la manivela que tenía a la espalda y la depositó en el suelo, en
dirección contraria al mar. La figura echó a correr, llevándose la vida de la
joven.