Aquella chica no era
diferente a las otras. Puede que se embelesara con su voz, tan acogedora como
el arrullo de un gato; y puede que no se sintiera atraído por el volumen, tan
apreciado por otros hombres, de sus pechos; pero bien cierto era que, a fin de
cuentas, buscaba excusas para justificar aquella irresistible atracción
superficial que no lo diferenciaba del resto de su género.
Ella constituía el arquetipo
básico de sus otros enamoramientos, representaba aquello que estaba fuera de su
alcance. La idealización infantil y caprichosa de unos cánones que no suplen el
corazón, aderezados con las características necesarias para que sí lo hagan.
Sabía que perseguía una
quimera. Y la certeza de ello lo hacía sentirse desgraciado, sin considerar que
la felicidad toma formas más sencillas y puras, si uno las acepta y ambiciona
por igual. Hasta que fue tarde.
Por esto, lo escribió a modo
de relato para exorcizar su pena, arrancándose los pedacitos podridos y
repudiándolos. Era un buen consuelo, hacía la melancolía más soportable. Al
menos por un tiempo.
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