miércoles, 9 de julio de 2014

A tiempo completo

Denostaban las actitudes de recreo, los recreos de evasión. Tiempo y recursos malgastados, decían. Luchaban a tiempo completo, y con ello mostraban dignidad. Denostaban las actitudes de recreo, los recreos de evasión. Pero cuando ya no hubo por lo que luchar, tampoco hubo más dignidad, y se encontraron con que no tenían nada que ofrecer. Sin curiosidad, sin imaginación, sin motivación, sin atractivo que brindar, quedaron huérfanos de la vida.

viernes, 18 de abril de 2014

El Señor de los Juguetes

El Señor de los Juguetes vivía el día a día sin preocuparse por las dificultades que aquejaban a la gente corriente. Había aprendido a soportar el hambre y encontrado acomodo en la dureza de la calle. Cada día iniciaba su ritual, su higiene convertida en ablución: desfilaba semidesnudo entre las risas y burlas de los turistas y los niños hasta una fuente al otro lado del pueblo. ¿Por qué hacía esto? Porque así estiraba las piernas y hacía un ejercicio necesario. Una vez frente a ella, se desnudaba del todo, doblando cuidadosamente la ropa y dejándola sobre una escalera. Los vecinos lo espiaban a través de sus persianas, pero no lo molestaban. En ellos anidaba una mezcla de sentimientos contradictorios: desprecio hacia el indigente por su condición y admiración por su fortaleza. ¿Cuántos de ellos, con todas sus necesidades cubiertas, afrontaban la vida con ejemplar determinación? Y el hombre, indiferente a las miradas, se lavaba primero las manos, los brazos, luego hundía los pies en el agua, sentábase en la repisa, frotaba con brío una esponja entre los dedos, con un palillo se quitaba la mugre de las uñas, y finalmente procedía a limpiar el resto de su cuerpo. Hecho esto, desandaba el camino y volvía sobre sus pasos al sombrío rincón donde había establecido su morada.
En un apartado lugar, en la parte alta de una antigua muralla, rodeado de molinos y edificios deshabitados, vivía aquel que ya no recordaba su nombre. Dos carros eran sus únicas posesiones: en uno guardaba abrigo y comida, en el otro acopiaba maderas y herramientas. Pues sin haber sido nada en su anterior vida era ahora juguetero. Cómo había llegado aquel hombre a volcar su vida en ello no se dirá aquí; baste decir que la dedicación y la concentración que debía poner en su trabajo le producían la más grande de las satisfacciones. Hacía juguetes de cuerda, y maravillosamente bien. Decían que era un genio, que podría vivir de ello holgadamente, que podría empezar con humildad y encumbrarse con el tiempo. Era verdad, pero el Señor de los Juguetes rechazaba esa perspectiva.
Sus creaciones eran muy variadas: vehículos con ruedas, animales y hombres que caminaban… Una vez, incluso, hizo un alegre pajarillo que trinó y se perdió con el viento ante la atónita mirada de los curiosos. Sin embargo, la figura que más le gustaba no andaba ni rodaba ni volaba; era un kodama, tal como lo representaran en una película que había visto en otra época: un hombrecillo blanco, deforme, con grandes ojos y boca negros y una cabezota que temblaba con un castañeteo extraño. El pueblo se había llenado de estos kodamas y bastaba con que corriera un poco de aire para que las calles se inundaran de aquel sonido que suscitaba un idilio mágico. Ocultos en macetas, en árboles y en arbustos, deberían ser difíciles de ver pero era imposible no hacerlo. Lo habían invadido todo. Por ellos el pueblo se había ganado el sobrenombre de «la villa de los kodamas».
Los juguetes eran su medio de sustento, aunque no aceptaba dinero. Los trocaba por alimentos, ropa, productos de higiene, libros o materiales y herramientas para su oficio. En el intercambio normalmente salía perdiendo, pues no pedía mucho. Lo compensaba con la seguridad de saber que le custodiaban sus pocas pertenencias, no debiendo encadenarse a aquellos dos carros por temor a los desconsiderados y los turistas. Los vecinos le tenían gran respeto y desde las ventanas altas hacían vigilia sobre ellos.

No muy lejos de la «morada» del Señor de los Juguetes vivía una joven con su padre enfermo. Las circunstancias de la vida la habían desplazado de los placeres de la juventud. No tenía amigos ni trabajo, no tenía más que un padre encamado. Caminaba entre dos mundos: el de la amargura que cabría esperar en su situación y el de una liberación que sabía cambiaría totalmente su vida, por desgracia —pues amaba a su padre—, muy pronto. Así que guerreaba con ella misma para fortalecerse y prepararse para tal advenimiento. Una tarea agotadora, alternándose tales sentimientos contrapuestos sin control. Y el tiempo pasaba, y la soledad y las ganas de amar la consumían. El optimismo estaba perdiendo la batalla.
Y de pronto, un día, cuando la pesadumbre estaba llevándola a un punto de inflexión tras el cual ya no habría salvación, la mirada de la joven se posó sobre el juguetero. Vio en él una majestad desconocida, un romanticismo en su modo de vida que admiraba hasta el punto de tenerlo siempre en sus pensamientos, sumiéndola en la obsesión. Y al pensar en él se tranquilizaba, sin saber por qué, y entraba en paz, y no lloraba ni mudaba su expresión en el rictus triste que había deformado su rostro.

En una luminosa tarde, cuando los vecinos hacían la siesta y el ambiente tenía una nota cargada de tranquilidad propia del campo, sin ruidos molestos y niños gritando, la joven, con lágrimas en los ojos, el rostro hundido por debajo de ellos, el pelo alborotado, se plantó frente al Señor de los Juguetes, quien tenía puesta su atención en un libro. Aguardó pacientemente, con la cabeza gacha; el juguetero le producía gran respeto y eso la cohibía. No la hizo esperar mucho, cerró el libro manteniendo un dedo dentro para no perder la lectura y levantó la cabeza.
—Buenas tardes. —Su voz era mansa, agradable, despreocupada, algo risueña; una extensión de su propio rostro. La joven correspondió el saludo—. Eres la hija del viejo tapicero, ¿verdad?
—¿Conoce usted a mi padre?
—Tutéame.
—P-perdone…, perdona —rectificó apresuradamente la joven, no queriendo contrariarlo.
—Llevo toda una vida aquí, conozco a la gente. Tú eres una excepción, eres como un canario en una jaula, sólo que parece que no cantes mucho.
Un canario en una jaula… Un halago triste. La joven bajó la mirada, se cogió las manos, en su fuero interno se echaba toda la culpa. Era esa la razón por la que había decidido presentarse al juguetero, aprovechando que su padre dormía con placidez.
—¿Y bien? ¿A qué debo el honor? —El Señor de los Juguetes la arrancó de su ensimismamiento.
Hubo un silencio, tenso para la joven. ¿Cómo explicarle sin padecer vergüenza? Pero, de pronto, sintió los ojos del juguetero posados en los suyos, con una fuerza tan grande que le infundió un valor desconocido, y preguntó con sorprendente soltura:
—¿Cómo lo hace usted…, tú? ¿Cuál es tu secreto? ¿Qué haces para ser tan feliz, cuando otros que tienen más que tú no lo son?
El Señor de los Juguetes enarcó las cejas, frunció el ceño, rió con ímpetu, haciendo enrojecer a la joven. Después la miró con entrañable expresión, conmovido.
—¿Hacia dónde miran tus sueños?
—¿Cómo?
—Hacia dónde miran.
La joven, dubitativa, miró al voltante, sospechando a qué se refería el hombre. Entonces vio el mar y con una temblorosa mano lo señaló.
—¿El mar? ¿Qué sientes?
La joven pensó.
—Imagino el mar como un lugar sin cadenas, donde «volar», por decirlo de alguna manera, flotar, sentirse limpio y vivo, despierto, sin muros que lo atrapen a uno. Ver qué hay más allá, qué lugares ofrece este planeta, qué naturalezas encontrar. Quisiera viajar por el mundo, conocer gente de todas partes; estoy harta de esta isla, y no es que no sea bonita, que lo es… 
—Un sueño precioso —juzgó el juguetero—. Ven a verme dentro de una semana, ¿de acuerdo?
La joven asintió, pese a no entender; le dio las buenas tardes y regresó con su padre.
Desconcertado por tan extraña visita, por aquel encuentro fugaz, el Señor de los Juguetes aparcó todos sus quehaceres y dedicó la tarde a pensar en la faena que le esperaba.

¿Qué le tendría deparado el juguetero?, pensaba la joven. ¿Por qué le hablaba de sueños? ¿Perseguir los sueños?, ¿su sueño era vivir como un mendigo? No, desde luego. ¿Qué clase de misterio escondían sus palabras? ¿Y por qué la hacía esperar para darle una respuesta? Exigírsela al momento habría sido una falta de respeto y además no creía poder envalentonarse tanto como para hacerlo.
La víspera del día esperado su padre tuvo que ser ingresado con urgencia. Empeoró. La joven intuía que no saldría de ésta, que había llegado el temido y a la vez esperado momento en que la vida cambiaría. Una gran pena la embargó: pensó en cuán sola se hallaría después, cuántas dificultades habría de arrastrar, cuán culpable era, cuánto lo iba a echar en falta. Una gran alegría la contagió: pensó en las horas que iba a pasar en la calle, en cuántas amistades iba a hacer, en la fuerza con que disfrutaría de un platónico amor, en el trabajo ideal que poseería. Y el conflicto emocional la redujo a un cuerpo agotado al que apenas quedaba un hálito de vida, por lo que a la llegada del día señalado fue ingresada ella también y no acudió a la cita, cosa que la hundió todavía más, como si fuera algo irrecuperable, como si el Señor de los Juguetes fuera a desaparecer y no lo volviera a ver.

Mientras tanto, en el rincón de siempre, el juguetero dedicó varios días a tallar una figura risueña, casi burlona, sarcástica la expresión, una bestia felina con facciones como de hiena. La había esculpido con sublime dedicación, pues era un trabajo especial. Tan especial que no tendría dueño. En un día la tuvo pintada; en otro, dispuesto el mecanismo, las cuerdas, los engranajes, los agujeros; al siguiente lo probó con satisfacción y el día de la cita aguardó en vano. ¿Le habría sucedido algo a la chica o a su padre? ¿O quizás se había dejado guiar por un impulso y posteriormente había perdido el interés? Dudaba de esto último, lo que escondía la mirada de aquella joven le era remotamente familiar. Y por ello, su ausencia lo llenó de preocupación, sentimiento que había olvidado. Pero dispuso que cada cual sufría su lid personal y que no debía entrometerse.
Y así fue que en un atardecer de septiembre, estando el cielo ensangrentado, reconoció el Señor de los Juguetes las lindas piernas de la joven, no teniendo necesidad de verificar más.
—Siento llegar tarde —dijo la muchacha.
—Más de una semana, pero no importa. —Y conocedor de la respuesta—: ¿Cómo está tu padre?
—Muerto. —El tono con que lo dijo evocaba un cadáver, pareciera ella uno también.
—Lamento escucharlo —y al decir esto, el juguetero levantó la mirada y vio en el rostro de la joven todo el sufrimiento del mundo concentrado. Y lejos de sentir pena se alegró.
—Yo…
—¿Sabes ya por qué te pedí que me dijeras a dónde miran tus sueños? —El juguetero la sacó de su apuro.
La joven negó con la cabeza.
—¿Me puedes señalar otra vez el lugar? —pidió el Señor de los Juguetes. Ella obedeció, apuntando con un dedo al mar, donde un camino resplandecía hacia el sol. Entonces el juguetero extrajo una bolsa de uno de los carros y de ella la figura que había creado.
—Lo he hecho para ti.
—¿Para mí? Es… No tengo palabras.
La cogió y examinó, emocionada, apreciando el trabajo desinteresado del juguetero como la mayor atención que le habían depositado nunca. Pero, ¿y la respuesta a sus interrogantes?
—Confía tus sueños en esta figura, vuelca tu alma en ella —ordenó el Señor de los Juguetes.
Hecho esto, el juguetero se la requirió de vuelta, le dio cuerda con la manivela que tenía a la espalda y la depositó en el suelo, en dirección contraria al mar. La figura echó a correr, llevándose la vida de la joven.

jueves, 10 de abril de 2014

Otros y él

Experimentaba una felicidad desconocida, pero a la vez hallábase en la más profunda amargura, imbuíase de una rabia incontenible, pues aunque al fin la poseía, eran otros los que habían gozado de su juventud. Otros habían acariciado su juvenil piel, él pasaba la mano por un cuerpo ajado, áspero; otros se habían arrojado dentro de unos ojos resplandecientes de vida, él, se precipitaba en unos pozos secos, unos ojos apagados, de una negrura insondable; otros habían besado unos labios ardientes, rebosantes de color, él, unos labios cansados.
Y sin embargo, otros lo envidiaban a él, pues todo lo que ella les había podido regalar se hallaba en la superficie, aquello perceptible a los cinco sentidos, y él llegaba en el momento oportuno para recoger aquello que era perceptible al alma, y que sólo el tiempo producía.