miércoles, 30 de marzo de 2011

La casa a cuestas

Fue siempre acérrimo defensor de su nación. No vaciló nunca, ni siquiera cuando construyó su casa, que tan cierto era que todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna como no hay nada más digno que levantar el techo con las propias manos. Así lo hizo, en el barro no reclamado, una caseta, con tabla, martillo y clavo.
Se encadenó a ella. Vivió feliz su vida.
Nunca puso en tela de juicio la buena voluntad de la gente, ni cuestionó el altruismo de sus amos, cuando al apagarse el cielo se asomaba para arrojar los excrementos y recoger el comedero, cuatro cobres deslizándose y tintineando en su interior.
Antes de amanecer ya se levantaba. «A quien madruga, Dios le ayuda». Con la casa a cuestas se dirigía al mercado y compraba pan, agua y vino para la gélida noche. Después regresaba a faenar, la espalda rota pero el ánimo vigoroso, la mano extendida.
Vivió feliz su vida. Sangre en el tobillo, herrumbre en la cadena, rota la columna. Fue enterrado en el suelo del hogar, sepultado por barro y heces. Una placa de yeso encima.
«Todo por la patria».

lunes, 28 de marzo de 2011

Un poco sobre mí

Me llamo Sergio José (como en las telenovelas), tengo 25 añitos, sigo siendo un renacuajo y si no me pilla un coche o algo dispondré del doble para escribir y, sobre todo, aprender a hacerlo bien. ¡Es mucho tiempo!
Me gusta todo tipo de literatura. Comencé de pequeñito leyendo los libros de Pesadillas y el de El Capitán Garrapata, que me encantaba. Los libros que nos obligaban a leer en el colegio nunca me gustaron. Nunca los vi instructivos, porque a esas edades, hacerte leer Rebeldes lo único que hacía era que tuvieras ganas de salir por ahí a liarla en plan pandillero barriobajero, a lo Warriors, aunque el mensaje que se quería dar fuera justamente el contrario. El primer libro que me motivó fue El Hobbit, y le guardo un especial cariño, porque nombres como Gollum o Bilbo me sonaban muchísimo. Luego averigüé por qué, y entonces me gustó aún más.
En el 97, para mi cumpleaños, me regalaron El Señor de los Anillos. Para mí ese libro cobra una importancia máxima, más que ningún otro a pesar de, mal que me pese por el cariño he de reconocer, no ser lo mejor de la literatura. Pero sí es el más importante a nivel personal. ¿Por qué?, porque gracias a Tolkien, a su manera de escribir, de mostrar otras culturas, gentes y pueblos, a su amor por los árboles y la naturaleza… Podría dedicar hojas enteras. El Señor de los Anillos propició mi curiosidad. Me hizo plantarme un día delante de un arce, un falso plátano de esos tan abundantes por Palma, y mirarlo con una extraña curiosidad y afecto. Me llevé unas cuantas hojas caídas y las tuve colgando por mi cuarto, adornando en lo absurdo.
Creo que fue en un número de la revista Prosofagia (no estoy seguro, así que perdón por la posible fuente equivocada) que se decía, muy acertadamente, que la literatura lo era porque conducía al lector a leer más. ¡Vaya si es acertado! Un apetito voraz se apropia de la persona, un hambre imposible de satisfacer.
El Señor de los Anillos fue el libro que me llevó a leer otros, generalmente de fantasía. Algunos, bastantes, eran cutrecillos, otros no tanto; pero entre todos me mostraron una infinidad de culturas y pueblos tan fascinante que hube de buscar más. Pero ya la fantasía barata no me parecía lo suficientemente compleja.
De pronto me vi leyendo Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving; La Isla del Tesoro, de Stevenson; Las Mil Noches y Una Noche; El Corazón de Piedra Verde, de Salvador de Madariaga; El Mozárabe y La Tierra Sin Mal, de Jesús Sanchez Adalid; Tuareg, de Alberto Vázquez Figueroa… No podía parar de leer. Era tal la belleza en sus páginas que comencé a leer a poetas como Machado, Juan Ramón Jiménez o García Lorca.
Desde entonces leo de todo, o casi todo, y no desprecio nunca un buen libro, venga de donde venga. Ahora quiero aprender a escribir. Ya desde pequeño escribía, pero nunca me lo tomé en serio.
Hay una cosa de la que siempre me arrepentiré: no haber estudiado cuando tocaba, en el instituto. En vez de comportarme como un crío, podría haber estudiado y ahora no tendría los problemas que tengo para escribir. Me «exiliaban» al fondo del aula y en vez de atender me ponía a leer libros. Siempre me avergonzaré.

Presentación

jueves, 10 de marzo de 2011

El Refugio


Desde la terraza podía ver las murallas y los bellasom­bras en la plaza, la laguna artificial detrás, la carretera que lo estropeaba todo y final­mente el mar. Oía los gritos de mi niño jugando entre los árboles y a mi mujer urgiéndome a entrar para comer. Era una excelente cocinera y ante la mención de co­mida los hombres de la casa nos abalanzábamos hacia el comedor. Dejé el libro que estaba leyendo sobre la mesita y fui.
Delante de mí estaba ella, paseando por un jardín. Reconocí aquel lugar: era el Alcázar, pero en el centro de la Huerta se erigía la Mezquita, con su bosque de columnas escapando del interior y perdiéndose entre los jardines.
—¡Vamos, tanta ilusión que tenías de traerme aquí y pones esa cara! —me dijo.
La miré a los ojos con un demoledor abatimiento en el corazón.
—Ya no me quieres, estás con otro. No era así como quería traerte…


Desperté empapado en sudor. Fui al baño, y lloré al verme en el espejo tal como era. Todas las noches igual, y no sabía cómo remediarlo.
Me vestí y con un cuaderno y un bolí­grafo en las manos salí de casa para dirigirme al único lugar que podía evadirme de la realidad: El Refugio, se llama, y es el último superviviente de una especie ya muerta de establecimientos llamados bibliotecas. La llegada de los libros electrónicos había sido como un certero y fatal golpe—aunque los árboles se alegraran de ello— a una ya moribunda literatura.
La lectura ha perdido su encanto. Poca gente posee aún espacios destinados a libros, puesto que el electrónico es muy cómodo y ahorra espacio. Eso es innegable, pero también lo es la gratificante sensación de contemplar los lomos bien ordenados en los anaqueles, el olor a nuevo de la reciente adquisición y la satisfacción y la tristeza a partes igua­les al pasar una página y percatarse de que es la última… Todo eso se ha perdido. Al igual que la televisión, el cine o la música, soy de la opinión de que la literatura se ha vuelto insustancial. El mundo carece ya apenas de atractivo.
A pesar de todo, algo bueno se pudo sacar de ello; y es que los que añorábamos lo que denomi­namos la «buena lectura» sentíamos una imperiosa necesidad de conocernos entre nosotros. Se había creado un vínculo especial, un hermanamiento, que desde entonces nos procura largas sesiones de agradables tertulias y distendidas conversaciones en el bar del local. Amo El Refugio.
Estuve charlando con el bibliotecario un rato. Cuando me ve se alegra, dice que yo rompo su aburrimiento y que el mero hecho de verme le hace pensar que todo el esfuerzo puesto en el negocio vale la pena. En las mañanas, ciertamente, el Refugio es un desierto. Yo, al estar en paro y con una desazón terrible a causa de la abolición de la jubilación y un sinnúmero de dere­chos laborales y sociales, suelo plantarme las mañanas allí.
Tras la conversación, le pedí un libro y me dirigí a mi mesa particular. Es mi refugio, y únicamente allí me abstraigo de esa pena que me corroe por dentro. Todo está sumido en la penum­bra excepto por unos focos que iluminan las mesas. En las paredes cuelgan carteles de películas, cuadros de muy diversos artistas y reproductores con auriculares. La selección de canciones de blues me ha tenido siempre encandilado.
Pasaba el tiempo a cámara lenta. Había dejado de leer y me había levantado para ir en busca de un café cuando oí las campanillas de la entrada. Eché una mirada cargada de curio­sidad: era una joven preciosa, y a pesar de ir bien abrigada yo la veía bastante ligerita. No era solo falta de cariño de lo que carecía.
Le preguntó al bibliotecario acerca de las normas y usos del local, de la librería, del alquiler de libros, el bar… Tenía una hermosa voz. Ella sonreía entusiasmada, pero la comisura de sus labios formaba un arco casi imperceptible que le confería cierta tristeza a su expresión. Un alma más, pensé, en busca de un rincón solitario donde conocer al ser humano en una ciudad de autómatas, perdida.
La muchacha pidió entonces un libro y los tres nos quedamos perplejos. No podía ser que, entre un millar disponibles y no teniendo yo en mi poder ninguno especialmente importante, reclamara el mismo. Vino hacia mí. Tuve miedo, hacía demasiado tiempo que no me enfren­taba a una mujer y no sabía qué hacer. Me saludó, yo le devolví el saludo y le ofrecí asiento en mi mesa. Pensé, y por una extraña conexión supe que ella también, que un hecho semejante no podía ser casual.
Sus ojos… Sus ojos poseían un brillo que creía extinto; un resplandor muy humano, pues el ser humano es curiosidad; y a través de ellos pude entrever todo un mundo de sueños.
Estuvimos conversando toda la mañana e incluso comimos juntos. El nerviosismo se había esfumado tras el primer contacto y sentía una calidez tan grande a su lado que me encon­traba como eufórico. Por la tarde aproveché para presentársela a los demás asiduos. A todos nos alegraba la nueva incorporación y el bibliotecario decidió no cerrar hasta bien entrada la noche.
Fue una velada maravillosa. Cuando llegué a casa lo hice con una amplia sonrisa. Me encontraba terriblemente agotado; una oleada de emociones y pensamientos había discu­rrido por mi mente y arrasado con toda resistencia. Nada más arrojarme sobre el colchón cerré los ojos.

El diálogo no había servido de nada. Yo y los que aún conservábamos unos principios éticos lo celebrábamos, el resto nos llamaba traidores y terroristas. Las bombas caían por todo el país y los tanques recorrían las calles. Los ricos huían con el dinero de las arcas públicas. Reinaba el caos, pero en nuestro pequeño Refugio nos ocupábamos en aquel momento de un asunto más serio y nos daba igual lo que sucediera fuera.
—Los bomberos llegarán de un momento a otro —nos advirtió.
Ella expresó su preocupación y le dije que no los encontrarían, que estarían bien escondi­dos. Terminé de llenar una caja de libros, me acerqué a ella y le planté un profundo beso en los labios. A pesar de todas las cosas me sentía muy feliz. Poco después irrumpieron echando la puerta abajo con un ariete.
Las palomas salieron en tromba en cuanto abrí la puerta de la jaula. Regresé y la abracé con fuerza, apretando mi rostro contra el suyo, juntando mi mejilla con la suya. Estaba caliente. Sonreí.


Puede leerse también en el número 14 de la revista literaria Prosofagia: