domingo, 15 de mayo de 2011

Especismo

Eran tiempos de hambre, de frío y calor, de supervivencia. La naturaleza había comprendido su error e intentaba deshacer el entuerto. Las bestias acechaban en los bosques cubiertos de nieve y en las junglas que eran escondite de infinidad de peligros mortales, en las sabanas y en los desiertos. Tiempos en los que la vida era maravillosa, y cada nacimiento una bendición. Cada nacimiento de un varón.
El Hombre aprendió a dominar todo lo que estaba por debajo de él:
bestias,
    plantas
                y hembras.
Gracias al Hombre, la humanidad alcanzó tal grado de genialidad, de desarrollo, de progreso y de evolución, que enorgullecida por ello proclamó su superioridad ante otras especies:
fauna,
  flora
         y mujeres.
No mucho después estalló la Gran Guerra. El Hombre destacó su valor por encima de otras especies. Los varones salvarían el mundo, y se requerían más. Pero la radiación cubrió el planeta, y entonces el pecado de los hombres lo pagaron todos:
hombres, plantas, mujeres y animales.
La vida estaba en peligro de extinción. Las plantas se morían, como los animales. Los hombres habían arrasado la tierra y se sentían solos.
Meses después, una embarazada dio a luz. Los hombres sonrieron, festejaron, lloraron y dieron las gracias a la Gran Madre. Pues el bebé era una niña.

sábado, 14 de mayo de 2011

Tolerancia

—¡Inmigrantes, fuera! ¡Nos quitan el trabajo! —gritaba un hombre a las puertas de una iglesia, donde gentes de diversas culturas hacían cola para mendigar algo de comida.
Aquel mismo día había comprado una entrada para ver las corridas de toros y cuando llegó a la Plaza, emocionado por el despliegue artístico que iba a presenciar por parte del Cordobés, se encontró con una escena desagradable e inesperada: fuera, un grupo de «perroflautas» se manifestaba en contra del noble arte de la tauromaquia. Lanzaban gritos y violentos aspavientos con las manos e iban sucios y desharrapados. Gente peligrosa, aquella; escoria que en otros tiempos más decentes no existía. «¿A dónde ha ido a parar este país? —se preguntó—. El mundo está loco.»
—¡Asesinos! —vociferaban los macarras—. ¡La tortura no es arte ni cultura!
Seguro que en cualquier momento pasarían de las palabras a las manos. Por suerte, la policía ya estaba allí para darles una buena y necesaria lección de educación y disciplina. A uno de los jóvenes descarriados se le cayó un libro. Se acercó y lo recogió: «Las flores del mal». Vaya, además de gamberros, satánicos de esos. Gente malvada, sin duda; bárbaros.
No pudo reprimir la rabia. Reunió el valor necesario para enfrentarse al joven y lo golpeó repetidamente con el libro, amparado por las porras de la policía.
—¡Intolerantes! —les reprendió el señor—. ¡Que no respetáis nada, delincuentes!
La gente decente sin trabajo, y cuatro dictadores tratando de prohibir una rica tradición… Desde luego, el mundo estaba loco.

domingo, 8 de mayo de 2011

El sentido de la vida

Al nacer le auguraron un futuro brillante, que la fortuna le sonreiría. Cuatro años después, en mitad de su cumpleaños, abrió la puerta del dormitorio de sus padres y encontró a su padre jugando con la amiga de mamá. Contento porque el mundo fuera tan bonito y feliz, quiso expresarle sus sentimientos a su madre.
La fiesta se suspendió y se encontró, horas después, en casa de sus abuelitos con su mamá; no entendió nada. ¿Por qué lloraba? Pero no pasaba nada, le dijeron, que era aún muy pequeño para comprender. Y claro, pensó que tenían razón, pues si todo era tan feliz, tan alegre, la vida tan bella, ¿qué sentido tenía ponerse triste de repente?
Su padre se olvidó, de pronto, de que tenía un hijo.
Le dijeron, también, cuando su madre comenzó a salir mucho y regresar «rara», casi hablando con más dificultad que él y con un aliento desagradable, que todo se arreglaría; y cuando desembocó en una esquizofrenia, no supieron qué decirle. Encontraron una solución: llevarlo junto a su padre.
Años de olvido pasaron al olvido.
Todo fue, de nuevo, alegría; pero la fortuna era muy caprichosa, y rápidamente se dio cuenta de ello al recibir el primer manotazo. Dios le prometió que aquello pasaría, que habría tiempos mejores y que la felicidad exigía sacrificio y algo de penitencia.
Años más tarde, se escapó y regresó al regazo de su madre; pero ya no era lo mismo, y la gente se preocupó de recordárselo… y de apartarlos delicadamente de la gente sana. Protección oficial, le trataban de explicar, pero él no veía sino un vertedero de casas, casi chabolas, y de gente que le producía mucho miedo. No quería vivir allí. Le dieron palabras de consuelo, que estudiara, pero se olvidaron de decirle que para ello se requería dinero.
Cuando tuvo la oportunidad, la rechazó y se puso a trabajar. El hambre apretaba.
Tras unos primeros sueldos, resultó que el hambre seguía oprimiendo el estómago. Le conminaban a trabajar duro, que algún día lo ascenderían, y él se preguntaba que a dónde. Y se hartó.
Cuando en casa procuraba descansar, cuando el barullo y la mala convivencia se lo impedían, cuando el olor de la marihuana entraba por los resquicios de la ventana, mezclado con un ligero tufo a neumático quemado, pedos y suciedad, le pidieron calma, paciencia, que buscaban una solución a los problemas del barrio.
Al hacerlo trizas la depresión, le recordaron que había muchas cosas por las que luchar. Su madre no pensó lo mismo y puso punto final a una historia que se había alargado demasiado. Como fichas de dominó hábilmente dispuestas en fila india, cayeron por la desgana y la apatía sus abuelos. Por último, le dijeron que todavía poseía lo más importante: la vida; y de paso le encontraron solución a sus problemas de convivencia. No más ruido, no más amenazas, no más droga, le aseguraron.
Cuando les estrechó la mano y se vio de patitas en la calle, dio un giro de trescientos sesenta grados, lentamente, y con toda la objetividad que una mente agotada y un corazón hastiado le permitían, se preguntó cuál era el significado de la palabra «vida». Y finalmente tomó una resolución: descubrir el sentido de su vida.